Análisis - Wim Wenders: humanismos radicales


Wim Wenders, uno de los directores insignia del llamado Nuevo Cine Alemán, ha sido muchas cosas a lo largo de sus casi 50 años de carrera. Poeta de la carretera; último heredero del romanticismo alemán del siglo XIX; fotógrafo de la nostalgia que transmiten los espacios que habitamos en la superficie de la tierra; y más recientemente, documentalista de todas las formas artísticas. Pero hay algo que nunca ha dejado de ser, y que es el hilo conductor de su vasta filmografía; filántropo (no en el sentido moderno del multimillonario que dona una fracción de su dinero) y humanista (no en el sentido en que el presidente de México se refiere de sí mismo todas las mañanas). Muchas de las películas de este director, amén de las diversas interpretaciones que se les pueden dar, tienen un profundo amor por el ser humano, con todas sus complejidades y crueldades. Y, en su calidad de autor, siempre encuentra diferentes maneras de expresarlo.

Empezando por la más obvia; expresarlo desde la trama misma. Como en Faraway, So Close! (1994), secuela de su aclamada cinta del 87 Wings of Desire, donde se nos cuenta la historia de un ángel que en su infinito amor por la humanidad decide, inspirado por las acciones de su amigo en el filme anterior, hacer lo único que tiene prohibido hacer: intervenir en la vida humana. Dando pie a una divertidísima sucesión de situaciones que, contrastando con la solemnidad de su precuela, pinta un bonito fresco de lo absurdo de la vida. 

En los diálogos y su composición, como en The Wrong Move (1975), segunda parte de su Trilogía de la Carretera o Road Movie Trilogy, donde seguimos al actor Rüdiger Vogler en clave de escritor fracasado, quien se une a un grupo de artistas de igual condición, en un viaje a lo largo del norte de Alemania. Basado en un relato de Goethe, los diálogos del ganador del Nobel de Literatura Peter Handke están escritos emulando el estilo del autor del Fausto. Si las road movies son, en esencia, la búsqueda de la identidad individual, The Wrong Move es justo eso pero con la de un país incapaz de volver a codificarse a sí mismo; un pueblo cuya identidad está atrapada entre la brillantez artística de Goethe, de Caspar David Friederich, o de Beethoven, y el terror nazi, al que muchxs se unieron en pleno uso de sus facultades. Wenders no justifica, no juzga, ni celebra, solo observa la casi infantil búsqueda de esa identidad, en donde hay ternura. 

Si para Adorno escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie; para Wenders es la única forma de redimirnos, encontrando lo mejor de nosotros, y evitar otra tragedia similar. El cineasta alemán siempre ha apostado por un cine de vena poética en su construcción; ejemplo vivo de ello es la mencionada Wings of Desire. El texto, nuevamente a cargo de Handke, se presenta al espectador en forma de monólogos, simulando el diálogo interior propio de la poesía. Después encontramos el montaje de la cinta, que lleva una métrica, o un ritmo, como si de versos se tratara, y que emplea constantemente el oxímoron, la figura retórica predilecta de Borges, para la distribución de las escenas. Aquel oxímoron es omnipresente en la película; está en las transiciones entre el blanco y negro y el color; está en las miradas que se encuentran, pero no se ven; está en el ángel que en su inmortalidad desea la mortalidad. Hallamos la fotografía, cuyos movimientos simulan el vuelo de los ángeles, y sus encuadres enseñan una cosa pero dicen otra en significados que se superponen; como el fantástico shot de Berlín desde su cielo, calles que se llenan de vida pero también venas que sangran. Los poemas sugestionan al espectador para que forme imágenes no explícitas en las palabras, misma labor que cumple la voz en off a lo largo del filme, sugiriéndonos no solo interioridad, sino aquello que no deberíamos estar escuchando; los pensamientos del otro, humano o ángel. En el imaginario de Wim Wenders, el ser humano es capaz de lo atroz, pero también de lo bello. 


A lo mejor no es solo la poesía. A lo mejor, el de Düsseldorf encuentra la quintaesencia de nuestra especie en el quehacer artístico. O mejor dicho, en la creación artística misma; no en la obra final. Al menos así nos lo hacen ver sus protagonistas. Escritores, cineastas frustrados que terminaron reparando los cinematógrafos de los complejos, constructores de marcos para pinturas; artistas que realmente no están creando nada. O que sí, pero porque no saben detenerse, como Pina Bausch, Sebastião Salgado, o Buena Vista Social Club. Todxs en busca de la inspiración para crear eso que no han podido, o aquello que supere su trabajo anterior, se terminan encontrando con que la obra siempre estuvo terminada, solo que no habían sabido verlo. Más claro lo vemos en la delicada y dulce Alice in the Cities (1974) en la que Rüdiger Vogler, ahora fotógrafo, incapaz de completar un fotoreportaje, tiene que volver a Alemania antes de que se quede sin un centavo. Por azares del destino su viaje termina siendo para encontrar a la familia de una niña llamada Alice, quien quedó a su cuidado de forma imprevista. Es a través de la visión de la pequeña que el artista termina encontrando el ángulo que le hacía falta y la enseñanza de que las memorias que se construyen con el otro son la mejor fotografía.


¿Será acaso que la filantropía wendersiana se esconde tras el amor mismo? La doctora Carmen María López (2015) afirmaba en un ensayo sobre Wings of Desire que la cinta “conceptualiza al amor como un despertar a una nueva existencia”. Esto claro que es aplicable a la filmografía del alemán. Como en Paris, Texas (1984)donde el final del amor borra por completo la existencia del personaje de Harry Dean Stanton. En The American Friend (1977) se desdibujan las fronteras entre el amor y la amistad, cuando el siniestro empresario gringo interpretado por Dennis Hopper, y el modesto fabricante de marcos con leucemia al que da vida Bruno Ganz forman una extraña sociedad que deriva en una amistad con tintes homoeróticos que promete devolverles la emoción de vivir, aunque de formas diferentes, a ambos. Las dos conceptualizaciones están presentes en su obra maestra de 1976, Kings of the Road, una cumbre estética en la cual los dos viajeros van encontrándole sentido a una vida (y a un país) que no siempre parece tenerlo, mediante la historia de los lugares, de los paisajes, de otros viajeros, y la suya propia. Entendiendo que, muchas veces, el amor solo se descubre como tal a partir de las separaciones. 

Alguna vez, Martin Luther King dijo, en respuesta a la teoría de la moral del esclavo de Nietzche, que el poder, en su mejor versión, es el amor implementando las demandas de justicia. Y la justicia, por tanto, es el amor corrigiendo todo aquello que actúa en contra del amor mismo. Quizá es precisamente por eso que Wim Wender se esfuerza en encontrar, en cada uno de sus esfuerzos, lo hermoso en nosotres como especie. Porque, ¿cómo esperamos cambiar todo lo que está mal con el mundo si no somos capaces de perdonarnos las atrocidades que, de manera individual y colectiva, cometemos día tras día?, ¿si no aprendemos a amarnos con todo y nuestras deficiencias, diferencias, y defectos? 

En tiempos donde lo más fácil es firmar una obra abiertamente misántropa, que nos condene como el virus que somos, o una que ceda a la complaciente ignorancia del entorno para descubrir que “el cambio está en une misme”, y que más que película parezca curso de coaching barato; la filmografía de este brillante director alemán se erige casi como un acto de protesta radical del que podemos aprender muchas cosas y entender mejor lo que nos quiso decir el doctor King. 


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