Análisis - Midsommar: La Pesadilla de la Superación
--SPOILER ALERT--
Una persona con el rostro completamente desencajado y la mirada vacía contempla un panorama espantoso. Esta persona ha sido liberada de ataduras previas y en consecuencia coronada, casi deificada, tras un ritual que es al mismo tiempo extraño y espantoso. El close up sobre su cara va revelando un rictus de absoluta locura que asemeja una sonrisa que esconde más que la aparente satisfacción que deja entrever. Así acaban Hereditary (2018) y Midsommar (2019), dos de las mejores películas que nos ha dado el género de terror en la década que está por terminar y que son producto de la mente de un mismo director.
Ari Aster, uno de los jóvenes exponentes de la nueva ola del horror, ha centrado su corta pero contundente filmografía en dos temas centrales: la perversidad del vínculo familiar que resulta en un campo de cultivo para las enfermedades mentales y el terror del duelo no resuelto. Así lo muestra su impactante cortometraje The Strange Thing About the Johnsons (2011), su aclamada cinta debut Hereditary y la más reciente Midsommar, filme en que nos vamos a enfocar en este texto.
Midsommmar nos relata la historia de Dani (una imponente Florence Pugh), quien tras la violenta muerte de su familia se refugia en el amor de su novio Christian (Jack Reynor). La marcada dependencia de la chica orilla a Christian a invitarla a un viaje al norte de Suecia que él y sus amigos habían planeado en el pueblo natal de uno de ellos. La comunidad Hårga los recibe justo a tiempo para la festividad de mitad de verano que celebran cada 90 años. Poco a poco, el grupo de amigos irá descubriendo los terribles secretos tras la festividad.
A nivel iconográfico y semiótico, Midsommar es la película más compleja de su director, por lo que una importante cantidad de temas pueden discutirse a partir de ella; el funcionamiento de las llamadas sectas y sus fundamentos éticoreligiosos, la revictimización a partir de la vida en sociedad, la ansiedad tecnológica, y la necesidad de reconocimiento. Pero los leimotivs de la filmografía de Aster vuelven a destacar y esta vez son trasladados a las “familias” que, como seres conscientes y sociales que somos, escogemos bajo nuestro libre albedrío (¿o no?), como pueden ser un culto religioso o un grupo de amigos. Cada uno de estos grupos se aprovecha de la debilidad emocional de la protagonista para injertar ideas o actitudes que beneficien al colectivo; ideas que Dani va tomando como propias y las reutiliza para abordar sus propios problemas: la muerte de su familia y la relación con Christian.
Según el psicólogo suizo Carl Jung, la forma en la que actuamos está determinada por el contexto social y las personas con las que estamos en un momento dado; es decir, nos ponemos una “máscara”. Esta máscara forma parte de lo que llamamos nuestra “personalidad” y al romper el vínculo con, o al morir la persona por la que construimos dicha fachada, esa parte de nuestra personalidad se derrumba y surge la pregunta de quién somos sin esa(s) persona(s). Midsommar emplea la brutalidad y el horror de las actividades paganas para ejemplificar la dificultad de Dani de labrarse nuevas máscaras y, de esta manera, darle cierre al duelo por su familia y ponerle punto final a la tóxica dependencia que tiene por Christian, cuyo machismo disfrazado de lástima es origen o extensión de varios de los desórdenes mentales de la chica y de su incapacidad para superar su trauma.
La fotografía de Pawel Pogorzelski es clave para hacernos sentir el miedo del personaje principal a lo largo de su odisea interiorizada, pues no solamente construye imágenes cuya perfección técnica disfraza, bajo un halo de hermosura, auténticos cuadros pesadillescos como los que imaginaran Francisco de Goya, Pieter Brueghel o Ken Currie, sino que también nos pone a la audiencia en un papel vouyerista; haciéndonos ver algo que no deberíamos de ver, en primera porque invadimos la privacidad de los personajes y en segunda porque eso que estamos observando es de una naturaleza profundamente siniestra y perversa. El mérito en Midsommar es que esto lo logra, a diferencia de en Hereditary, en espacios abiertos y a plena luz del día.
Superar el deceso de un ser querido, la separación del ser amado o el fin de una amistad de décadas significa afrontar un rompimiento contigo mismo, y esa sola acción provoca desasosiego; terror. Al abrir los ojos hacia el final de todo este proceso nos damos cuenta de los escombros que dejó nuestra pesadilla personal. Pero el goce del renacimiento propio es catártico y la eventual locura es, como el cine de Aster, una mini crisis renovadora; la disrupción de todo aquello que nos ha hecho como somos…hasta ahora.



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